Cuando la palabra se convierte en monopolio

Resumen

El Consejo de Estado limita las alocuciones de Petro, defendiendo el equilibrio democrático y rechazando su uso como propaganda. Un llamado al respeto del Estado de Derecho y la necesidad de límites constituidos por la Constitución para preservar la democracia.

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Cuando la palabra se convierte en monopolio

Por: Felipe Rodríguez Espinel

El fallo del Consejo de Estado que limita las alocuciones presidenciales de Gustavo Petro no es, como afirma el mandatario, un «golpe de Estado», sino todo lo contrario, es una defensa del Estado de Derecho y del equilibrio democrático que caracteriza a las sociedades libres. Hasta agosto de 2025, el presidente Petro había realizado 52 alocuciones presidenciales, lo que representa un incremento del 114% comparado con la totalidad de las alocuciones realizadas por su antecesor Iván Duque durante todo su mandato de cuatro años. Más alarmante aún, muchas de estas intervenciones han superado la hora de duración, transformando lo que debería ser una comunicación excepcional y urgente en verdaderos programas televisivos monopolizados por el Ejecutivo.

La Sentencia C-1172 de 2001 de la Corte Constitucional estableció con claridad que las alocuciones presidenciales deben ser personales, sobre asuntos urgentes de interés público y relacionados directamente con las funciones constitucionales del mandatario. No son, ni deben ser, espacios para la defensa de reformas, la réplica a críticos o la comparación con gobiernos anteriores. Sin embargo, lo que hemos presenciado es precisamente eso: la transformación de un mecanismo de emergencia en una plataforma de propaganda política. Cuando las alocuciones se utilizan para defender cifras de gestión, atacar a los medios de comunicación o establecer comparaciones políticas con administraciones pasadas, se pervierte su naturaleza constitucional y se vulnera el principio de pluralismo informativo.

La reacción del presidente ante el fallo del Consejo de Estado resulta reveladora y preocupante. Calificar como «golpe de Estado» una decisión judicial que simplemente ordena cumplir con los parámetros constitucionales establecidos desde 2001 denota, como mínimo, una incomprensión profunda sobre la separación de poderes y los límites del ejercicio presidencial. Acusar de censura a un tribunal que no veta contenidos, sino que regula frecuencias, duraciones y justificaciones es una narrativa que tergiversa la realidad. El Consejo de Estado no le prohíbe al presidente hablar; le ordena hacerlo dentro de los límites que la Constitución, la ley y la jurisprudencia han establecido para todos los mandatarios, sin excepción.

Esta retórica victimista, que presenta límites legales como persecución política, es peligrosa para la salud democrática. Ningún presidente, por más legítimo que sea su mandato electoral, está por encima de la Constitución. Como bien recordó el alto tribunal, ningún servidor público cuenta con poderes ilimitados. Esta es precisamente la diferencia entre una democracia y una autocracia. De igual forma, este episodio debe dejarnos lecciones importantes, como también debe recordarnos que el populismo, en cualquiera de sus formas ideológicas, tiende a confundir el mandato electoral con el poder ilimitado. El hecho que un presidente haya sido elegido legítimamente no lo autoriza a actuar sin restricciones. La Constitución es el límite de todos, incluidos especialmente quienes ejercen el poder.

La palabra del presidente es importante, pero el silencio que permite escuchar otras voces lo es aún más. El poder debe persuadir, no imponer su voz. Esta es la esencia de la democracia.

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