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De la indolencia, el escepticismo y el aplauso

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Resumen

La política en Colombia se caracteriza por ciclos repetitivos de suspender y reanudar diálogos con grupos armados que perpetúan la violencia, sin lograr cambios reales. La responsabilidad y coherencia son esenciales para romper este patrón.

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Por: Edgar Julián Muñoz González

Hablar de política es adentrarse en un territorio resbaladizo. Está presente en cada aspecto de nuestra vida así queramos ignorarla. Es el arte de negociar, persuadir y decidir cómo convivir en sociedad. Sin embargo, lo que observamos en algunas figuras públicas de nuestro país provoca desilusión.

Podemos mencionar nombres, pero el problema trasciende a las personas. Por ejemplo, el presidente Gustavo Petro expresó su molestia por no haber sido invitado a la toma de posesión de Donald Trump cuando figuras como María Fernanda Cabal sí lo fueron. ¿Acaso olvidó que sus enfrentamientos con la política estadounidense son de sobra conocidos? Este episodio, más que anecdótico, refleja una desconexión profunda entre lo que se dice y lo que se espera. Y Petro no está solo.

Igualmente, el presidente, acaba de suspender (nuevamente) los diálogos con el ELN tras un ataque que cobró la vida de militares e inocentes en Tibú. Esta no es la primera vez que recurre a esta estrategia: suspende, condena, vuelve a negociar y continúa el ciclo como si estuviera siguiendo un guion (hipótesis que muchos atribuyen a agendas internacionales como el foro de Sao Pablo). Pero, ¿qué cambia realmente? Mientras tanto, quienes pierden somos los colombianos y colombianas, familias enteras que ven sus vidas destruidas esperando a que el gobierno, el ELN y los observadores internacionales juegan a buscar "un momento propicio" para la paz.

No se nos olvide que Petro alguna vez criticó a sus antecesores por usar la guerra como herramienta de cálculo político. Y él repite los mismos patrones. Suspende los diálogos para demostrar fuerza, los reanuda semanas después como símbolo de esperanza y, con ello, perpetúa un ciclo de tragedias. Es irónico, por no decir hipócrita, que un gobierno que dice defender la vida y la dignidad humana tome decisiones que convierten la muerte en una estrategia de presión.

Este tipo de incongruencias son coloquiales. Gustavo Bolívar, dejó el Senado a medias tras prometer un cambio estructural. Claudia López, pregonaba transparencia y hoy enfrenta cuestionamientos éticos. Lo mismo ocurre con Roy Barreras, experto en adaptarse a lo que le conviene, o Juan Manuel Santos, que firmó un acuerdo de paz desconociendo la voluntad popular mientras el país se desgarraba entre el escepticismo y el aplauso.

La suspensión de los diálogos no es solo una decisión coyuntural; es una muestra de cómo se ha desvirtuado el propósito mismo de la política. Más allá de las promesas y los discursos, lo que vemos es un juego donde las vidas humanas se convierten en herramientas de negociación. Esto no es solo una irresponsabilidad, sino una muestra de la desconexión entre los líderes y la realidad de un país que lleva décadas esperando soluciones reales, así sea bala para los terroristas.

La pregunta es: ¿cuánto más soportaremos este círculo vicioso? En nombre de la paz, los políticos siguen tomando decisiones que perpetúan la violencia. Es cierto que negociar con grupos armados es complejo y que los errores son inevitables, pero hay una diferencia entre la torpeza y la indolencia. La paz no puede ser un acto de equilibrio político ni un ejercicio de relaciones públicas.

Si Petro y su gobierno quieren pasar a la historia como artífices de un cambio real, deben romper con estas dinámicas. No se trata de suspender y reanudar diálogos según la conveniencia política, sino de demostrar con hechos que la vida de cada colombiano importa. No es idealismo; es responsabilidad. De lo contrario, la paz que se proclama seguirá siendo un espejismo, y los cálculos políticos, una trampa mortal.

La política no está condenada a ser corrupta; somos nosotros quienes la ensuciamos. Cambiar esta realidad exige que tanto líderes como ciudadanos pongamos la coherencia en el centro de nuestras acciones, no como un ideal remoto, sino como el mínimo estándar. ¿estamos dispuestos a dejar de ser cómplices de este espectáculo y, en su lugar, reconstruir las reglas del juego?

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