De la inteligencia, la economía y la libertad

Por: Edgar Julián Muñoz González

La libertad es la columna vertebral de cualquier democracia. Sin ella, todo lo demás pierde valor porque ningún avance económico, social o político puede ser duradero si se basa en la restricción de derechos fundamentales. En Colombia, cada vez que se aproximan elecciones, es común ver cómo muchos ciudadanos buscan candidatos con impecables credenciales académicas, dejando de lado un criterio elemental: su compromiso con las independencias. Esto me lleva a una pregunta sencilla: ¿de qué sirve la preparación académica si quienes detentan el poder no respetan los derechos ni las libertades individuales?

Es comprensible que se valore el conocimiento y la experiencia. Sin embargo, hay un error frecuente al pensar que el político mejor capacitado académicamente es siempre la mejor opción. Esta postura esnobista ignora algo crucial: el conocimiento técnico no siempre va de la mano con la sabiduría política. Un candidato puede ser muy erudito, pero si no tiene la humildad suficiente para escuchar a otros, especialmente a quienes considera menos instruidos que el, se corre el riesgo de caer en autoritarismos. En otras palabras, la inteligencia debe estar acompañada de la capacidad de reconocer que no se sabe todo, y de la disposición para atender las preocupaciones de la ciudadanía.

Aquí es donde el debate económico se vuelve relevante. La libertad no solo se mide por los derechos políticos, sino también por el albedrío económico. Un país que restringe la posibilidad de emprender, de crear y de generar riqueza no está verdaderamente emancipado. En este sentido, es preocupante cómo los candidatos de centro, que en teoría deberían representar el equilibrio, han terminado adoptando posturas que asfixian el emprendimiento y frenan el crecimiento económico.

Este tipo de propuestas no son más que versiones diluidas de políticas de izquierda, disfrazadas bajo el manto de la moderación que termina perpetuando una visión de desconfianza hacia los ciudadanos, como si las personas fueran incapaces de tomar decisiones sobre sus propias vidas. Ese era el delirio de Ernesto Guevara, de Hugo Chávez y ahora de Gustavo Petro.

La situación económica de un país no es solo una cifra en un informe de crecimiento, inflación o desempleo. Es la base que permite o restringe las posibilidades de los individuos. Si se promulgan leyes que estrangulan la inversión o que imponen cargas fiscales asfixiantes, la economía se estanca, y con ella, se limitan las oportunidades de empleo y bienestar. Esto no es una teoría abstracta; es una realidad palpable. Cuando las personas no tienen acceso a oportunidades económicas, su libertad se ve disminuida de manera tangible. Sin empleo, sin emprendimiento, la independencia individual desaparece, y lo que queda es una dependencia del Estado, que nunca debería ser la meta de una sociedad democrática.

Por eso, las decisiones que tomemos en torno a la elección presidencial de 2026, será crucial. Los votantes deberán reflexionar no solo sobre la preparación académica de los candidatos, sino también sobre su visión de la economía y la libertad. Un líder que promueva el crecimiento económico, pero que también respete las voluntades humanas, será siempre preferible a uno que, aunque brillante en los libros, ignore la importancia de la independencia económica y personal, pensando en regalar plata que no ha producido y creando ministerios innecesarios.

No obstante, toca preguntarse si aquellos que se consideran “los más inteligentes” tendrán la capacidad de reconocer que las mejores ideas no siempre provienen de los más eruditos. Las soluciones más efectivas nacen de escuchar a quienes están más cercanos a los problemas; aquellos que viven la realidad del día a día. La inteligencia, en política, debe ser colectiva y no tratar de imponer una agenda, sino de construir un proyecto donde todas las voces sean valoradas.