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Del realismo, el pesimismo y el optimismo

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Resumen

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Por: Edgar Julián Muñoz González

En el mundo actual, es común encontrarnos rodeados de historias de triunfo: el empresario que comenzó su empresa en un garaje y terminó siendo millonario, el deportista que pasó de la pobreza a la gloria olímpica, el músico que subió a la fama con una canción viral. Estas narrativas nos inundan en libros, documentales y redes sociales, creando una percepción de que el éxito es alcanzable para todos con suficiente esfuerzo y perseverancia. Sin embargo, esta visión está peligrosamente distorsionada. Las historias de fracaso, que en realidad constituyen la gran mayoría de los intentos, son silenciadas y relegadas al olvido. El porcentaje de fracasos en cualquier empresa o proyecto es tan alto que prácticamente es incalculable. De hecho, se podría argumentar que los casos de logro representan, en el mejor de los casos, solo un 1% del total. Entonces, ¿por qué creemos que podemos alcanzarlo todo sin evaluar nuestras actitudes y aptitudes?

Parte de esta creencia radica en el optimismo cultural. Desde pequeños, nos enseñan que con suficiente trabajo duro y pensando positivo, cualquier cosa es posible. Esta narrativa es perpetuada por los medios de comunicación, que prefieren contar historias inspiradoras en lugar de las dolorosas realidades del fracaso, a no ser que haya sido un medio para justificar lo primero. Esta preferencia crea una ilusión de que la realización está al alcance de todos, cuando en realidad, las condiciones y circunstancias necesarias para lograrlo son mucho más complejas y, a menudo, fuera de nuestro control. Soy de los que llaman pesimistas, aunque me considero realista.

Este realismo se basa en reconocer que no todos están destinados a ser prósperos, al menos no en la forma en que la sociedad lo define. ¿Se imaginan donde todos en la India llegaran a cumplir sus anhelos? No es que uno no deba esforzarse, sino que es esencial ser consciente de las limitaciones y obstáculos que se interponen en el camino. Esto incluye reconocer nuestras debilidades, las del entorno, para luego trabajar en ellas, en lugar de asumir ciegamente que la prosperidad llegará solo porque lo deseamos con suficiente intensidad. Evidentemente, alguien que se considera hombre siendo mujer y viceversa, no estará de acuerdo conmigo; con plata todo se puede, pero eso es un engaño.

Existe una tendencia a dejarle todo a la providencia, a creer que una fuerza divina guiará nuestro camino hacia la consecución de nuestras metas. Aunque la fe es ser una fuente de fortaleza y consuelo, es ingenuo pensar que Dios tiene un papel directo en nuestros logros. La economía, la política y los logros personales son ámbitos que dependen de factores tangibles como la educación, la experiencia, las conexiones y, sí, también la suerte. Dios puede ofrecer una guía moral y espiritual, pero no nos hará el trabajo. Esperar que la providencia resuelva nuestros problemas es una excusa para la inacción y la falta de responsabilidad personal. Es crucial reconocer que el logro depende de un equilibrio entre el esfuerzo personal, la planificación estratégica y la capacidad de adaptarse a circunstancias imprevistas.

En lo personal, no me considero una persona exitosa en el sentido tradicional. Soy un desencantado del capitalismo y siento pena por los que se enamoran del comunismo. No he acumulado grandes riquezas ni alcanzado la fama, aunque estoy contento de ser un mediocre realizado. Mi logro radica en la satisfacción de vivir de acuerdo a valores fuertes, disfrutar de mi familia, amigos y en encontrar alegría en las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Puedo jugar bolo criollo, billar y futbol; tocar guitarra y piano con mis amigos y amanecer con vallenatos sin sentir culpa. Supongo que eso también es éxito, uno que quizás no se vea en los titulares. Obviamente, no voy a contar los centenares de fracasos económicos, matrimoniales y profesionales que me han traído acá.

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