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El colapso del sistema penal

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Por: Alfonso Gómez Méndez
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Resumen

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El presidente de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, el jurista Diego Corredor, con autoridad académica y judicial, volvió a poner el dedo en la llaga al reconocer el fracaso del llamado sistema penal acusatorio que, unido a otros factores, ha llevado a una impunidad del 90 por ciento en materia penal.

Esa sola alerta debería ponernos a pensar si se justifica mantener como está todo este andamiaje de fiscales, investigadores, jueces y magistrados -casi todos ellos, unos más que otros, con altos sueldos y una gran parafernalia- para el esclarecimiento de apenas el diez por ciento de la criminalidad. Usando términos de economistas, el país debería reflexionar sobre la relación costo beneficio.

Este hecho pone al descubierto la irresponsabilidad con que algunos gobiernos y el Congreso abordan el tema crucial del manejo de la política criminal del país, cuya primera cabeza es el jefe de Estado.

En los ochenta, por la arremetida de los narcotraficantes para tumbar el tratado de extradición, los gobiernos de Barco y Gaviria fortalecieron el sistema penal -los jueces de instrucción de la época- teniendo que recurrir a figuras como la de los jueces y testigos sin rostro para salvar sus vidas. Con ese sistema, mal llamado inquisitorio, los jueces asumieron con resultados la lucha contra los carteles de la droga, los paramilitares y la guerrilla.

Con razón, en la Constitución de 1991 se creó la Fiscalía General, que ya figuraba en la reforma Barco que éste prefirió hundir antes que ser cómplice del mico que metieron los narcos en la comisión primera de la Cámara para tumbar la extradición.

Se estableció un sistema mixto, a la colombiana, con elementos tanto del sistema inquisitorio como del acusatorio, que en términos generales dio buenos resultados. El fiscal podía dictar medidas de aseguramiento y por eso se justificaba que la Fiscalía perteneciera al poder judicial como acertadamente se dispuso en la constituyente.

Coincidiendo con una época en que los norteamericanos querían replicar en Latinoamérica su sistema, que tiene profundas raíces y se basa en una sólida investigación para que a los jueces llegue el menor número de casos, durante el gobierno Uribe -que ironía-, de manera precipitada, se impulsó copiarlo, sin tener en cuenta nuestra idiosincrasia ni los recursos. El Congreso lo hizo de manera apresurada y sobre bases endebles hábilmente explotadas mediáticamente. Se decía que era necesario separar las funciones de acusación y juzgamiento a pesar de que ya lo estaban desde 1987.

Se mencionó, que como el fiscal podía dictar medidas de aseguramiento, eso se prestaba para abusos ignorando que lo mismo ocurría cuando los entonces “autos de detención” los dictaban los jueces.

Se estableció el “novedoso” sistema para la minoría, pero el anterior se dejó para los aforados, es decir, congresistas, magistrados de altas cortes -solo parcialmente resuelto en el 2018- y el Presidente. Aún hoy coexisten los dos sistemas, lo que se vio claro en el caso Uribe en el que tuvieron que acudir al poco ortodoxo mecanismo de asimilar la indagatoria, propia del sistema inquisitivo, a la imputación que corresponde al acusatorio.

Se dijo que era necesario establecer la oralidad que garantizaba agilidad. Olvidaron los congresistas que la ley 600 de 2000, sancionada por Pastrana, no solamente tenía ya elementos de oralidad, sino que establecía control material del juez sobre las medidas de aseguramiento.

Nadie ha respondido por este mayúsculo fracaso. Los procesos siguen siendo tan o más lentos que antes. Cada día aumentan los casos de libertades por vencimiento de términos o por prescripción y, el principio de oportunidad se ha convertido en una burla. Se vio de alguna manera en el cartel de la toga y en el de la contratación en Bogotá y ahora con la UNGRD. Pero ¿quién le pone el cascabel al gato?

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