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El embuste del fast track

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Resumen

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Petro pidió en la ONU “repetir un fast track”. Fue un mecanismo diseñado para facilitar la aprobación de las normas que consideraban necesarias para implementar los acuerdos entre Santos y las Farc.

Establecía que los actos legislativos serían tramitados en una sola vuelta de cuatro debates, que hubiera sesiones conjuntas de las comisiones constitucionales de ambas cámaras, prelación en el orden del día de los proyectos relacionados con el acuerdo y decisión sobre la totalidad de cada proyecto en una sola votación. Facultó al presidente para expedir decretos con fuerza de ley cuyo contenido tuviera por objeto la implementación del acuerdo en aquellas materias que no tuviera reserva especial o estricta de ley.

Como entonces, ahora una propuesta como esa necesita una reforma a la Constitución, ocho debates en dos legislaturas, y examen de la Corte. Aún con la entrada de Cristo al Gobierno, no veo ninguna posibilidad de que el Congreso le apruebe a Petro semejante iniciativa. Y no hay manera de que pase el examen en la Constitucional: el fast track reduce de manera aguda el debate democrático, restringe sustantivamente las competencias del Congreso y le da poderes exorbitantes al presidente. Para semejante paquete, que roza la sustitución constitucional, hubo una justificación discutible pero entendible en la implementación del pacto con las Farc. Ahora no tiene absolutamente ninguna. Supondría una ruptura peligrosísima del equilibrio entre los poderes públicos y un reforzamiento caprichoso y muy riesgoso del poder ejecutivo en cabeza de un presidente con clarísimas tendencias megalómanas y autoritarias.

Petro sabe que la iniciativa no tiene posibilidad de éxito. ¿Por qué, entonces, la propuesta? Porque plantear el fast track le es útil en la búsqueda de los mismos objetivos para los que le ha servido la constituyente: le permite, una vez más, determinar la agenda pública; evita que la opinión centre su atención en la corrupción y los escándalos que se suceden sin pausa día tras día; esconde el ostensible fracaso de su gobierno en todos los frentes, desde la economía hasta la seguridad.

Pero, sobre todo, el fast track, como la constituyente, le sirven para excusar el naufragio del cambio y para preparar el 2026. En ese discurso, la culpa del desastre que vivimos no es de un gobierno pésimo, venal y putrefacto sino de las instituciones y de las normas que han impedido “el cambio” prometido.

Y las elecciones serán un enfrentamiento, cada vez más polarizado, entre los que quieren ese cambio y los que defienden el statu quo, entre los progresistas y los inmovilistas, y, paradoja, lo nuevo es el regreso al pasado, entre quienes quieren la paz y los que buscan que siga la sangre y la violencia. El reto de los demócratas será salirse de ese entuerto, de ese planteamiento falso, embustero.

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