El último juramento de los guardianes del orden
Resumen
En 1994, 170 jóvenes ingresaron a la Escuela de Policía Antonio Nariño, enfrentaron sacrificios y forjaron su carácter. En 1999 ascendieron a Subintendentes, manteniendo el valor y la camaradería que los unieron en sus años de servicio en circunstancias difíciles.
Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
La brisa de Barranquilla traía consigo los gritos de un país en transición. Era el segundo semestre de 1990 y Colombia, marcada por la violencia y la inestabilidad, se preparaba para una Asamblea Nacional Constituyente que prometía transformar su destino.
En el corazón de la puerta de oro de Colombia, donde el sol se alza con la esperanza y la brisa se mueve con las copas de los árboles, era testigo de una época que marcó un antes y un después en la formación de 170 jóvenes, con edades que fluctuaban entre los 18 y los 24 años, cruzaron las puertas de la Escuela de Policía Antonio Nariño, aquel martes 17 de mayo de 1994.
Llenos de sueños, dudas y una mezcla de emoción y miedo, sus corazones latían al unísono, como si el eco de lo desconocido le hablara al oído. Un país hermoso, pero marcado por una violencia desbordada, les esperaba. Un país que demandaba valentía y algo más; exigía sacrificio. Con el rostro aún fresco de la juventud, y los ojos llenos de incertidumbre, esos 170 muchachos se alistaban para lo que sería un año de forjar carácter y destrezas. El futuro se presentaba incierto, pero la determinación era más fuerte que cualquier miedo.
En la Escuela, las horas eran largas y las rutinas implacables. La disciplina se imponía como un roble, inalterable, guiándolos en cada paso hacia la formación del futuro patrullero. La fatiga era su compañera más constante; el sudor, el aroma que los identificaba. Pero el cuerpo se doblegaba, y la mente, afilada como cuchillo, se mantenía firme. Las voces de los instructores, como rugidos de hierro, moldeaban su voluntad. "Hoy, como siempre", murmuraban entre dientes, como un mantra que los mantenía en pie, a pesar de los días interminables y las pruebas desgarradoras que los separaban del descanso.


Pronto, el destino los llevó hacia la zona de Urabá, la tierra de la violencia que todos temían, pero que muy pocos conocían de cerca. Un lugar donde las noticias sólo hablaban de sangre y muerte, donde guerrilleros y paramilitares disputaban el territorio, dejando tras de sí un rastro de destrucción. Pero en su corazón, esos jóvenes, ahora gendarmes del orden, sabían que su misión no era otra que preservar la paz en medio del caos.
En su viaje de patrullaje, las calles ya no eran una ruta común y corriente; se convertían en el espejo de su compromiso. Allí, en cada rincón, respiraban la vida que juraron proteger. En cada esquina, los rostros de sus compañeros se fusionaban con el asfalto, transformándose en una extensión del uniforme, de la promesa hecha al juramento.
Pero la violencia no daba tregua. La muerte llegaba sigilosa, y algunos de ellos, de esos que ya habían compartido tanto, caían en el campo de batalla. "Dios y patria" repetían, porque cada pérdida les enseñaba que el verdadero sacrificio se mide en la cantidad de vidas salvadas y en la capacidad de seguir adelante, a pesar de las cicatrices invisibles que quedaban en el alma.
El tiempo pasó, y la fecha que todos temían finalmente llegó: el retiro. El uniforme que durante tantos años fue su segunda piel ya no les ajustaba de la misma manera. Las botas, que antes chocaban con el barro en el campo o el pavimento en las calles con fuerza, ahora dejaban un eco distante en el suelo de la Escuela. La última ceremonia se llevó a cabo, y con ella, los honores que habían ganado con esfuerzo y sacrificio. Pero, entre el brillo de las medallas, lo que quedaba en sus corazones no era el reconocimiento, sino el recuerdo de todo lo vivido.
Entre el frío de la disciplina y el brillo del honor, se encontraba la antítesis de su viaje: la dureza del camino les permitió ver la satisfacción del deber cumplido. Aquella que alguna vez fue una página en blanco, ahora estaba escrita con historias de valentía, sacrificio y camaradería.



Y así fue como, en el año de 1999, ascendieron a Subintendentes, un paso que marcaba un nuevo umbral, otro escalón en su servicio. La suboficialidad significaba nuevas responsabilidades, pero también nuevas vivencias, y las anécdotas seguían acumulándose. Cada vez que pueden, se reúnen con sus compañeros, organizan encuentros entre amigos y comparten experiencias, las risas llenan el aire mientras las historias del pasado se entrelazan con la hermandad que nunca decae.
Pasaron los años, pero ni el tiempo ni la distancia no apagaron la llama que unía a esos compañeros. Aunque la rutina de patrullajes y desafíos los separó físicamente, su vínculo, forjado en sacrificios y experiencias compartidas, se mantienen intactas. Los viejos compañeros aún se reúnen, se organizan entre amigos y se permiten el lujo de revivir aquellos momentos, entre risas y miradas cómplices.
Ellos recuerdan, día y noche una frase que es como su estandarte: "Los hombres que se han formado en el servicio a su patria nunca se separan. Su alma permanece siempre en la unidad, y sus historias viven mientras sean contadas".
En honor al curso de Patrullero 003 ESANA