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El Urbanismo del olvido

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Resumen

El urbanismo del olvido es un enfoque que deliberadamente despersonaliza espacios urbanos, creando ciudades que priorizan la transitoriedad sobre la identidad. Este fenómeno convierte áreas en paisajes sin memoria, donde la movilidad flexible fomenta la desconexión del habitante con su entorno.

Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
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Vivimos en la era del urbanismo irónico, donde cada proyecto, aparentemente concebido bajo la luz de la innovación, nos revela un propósito mayor: recordar lo que debería haberse olvidado y olvidar lo que debería haberse recordado. Este “urbanismo del olvido” no es un mero descuido ni un error en el proceso de planificación. Es una expresión urbanística premeditada que consiste en construir ciudades no para el recuerdo sino para la amnesia; urbes diseñadas, curiosamente, para borrar en lugar de grabar, para desdibujar en lugar de resaltar. En este modelo, el espacio público se convierte en un lienzo sin memoria, uno que se llena y vacía al ritmo de decisiones dictadas por la conveniencia de cada periodo.

El urbanismo del olvido es, en esencia, una teoría de la anulación: elimina la identidad para que la nueva estructura pueda reclamar un propósito tan inmediato como efímero. Pensemos en las nuevas urbanizaciones cuya única seña de identidad es la de “área de reurbanización”. Estas zonas son presentadas bajo nombres prefabricados y anodinos: "Nuevo Horizonte", "Cielos de la Pradera"; que se insertan en las coordenadas de la ciudad sin ningún rasgo reconocible, creando espacios de transición entre la memoria urbana y el vacío identitario. Son áreas donde la arquitectura y el diseño parecen conjugarse para no dejar rastro alguno del pasado, como si la historia no fuera una línea continua sino un archivo de errores que requiere revisión y eliminación constante.

Uno de los elementos centrales de este urbanismo del olvido es el concepto de “movilidad flexible”, el cual, a pesar de ser celebrado como una panacea para la vida moderna, en realidad produce una especie de exilio perpetuo. Con esta noción de movilidad fluida, el habitante se convierte en un nómada urbano que recorre distancias extensas sin construir una relación de pertenencia con el entorno. En otras palabras, el ciudadano del urbanismo del olvido está siempre en movimiento, pero nunca en su lugar. Esto no es, desde luego, casual. La infraestructura se diseña de tal manera que la estancia prolongada se convierte en una rareza y la transitoriedad, en la norma. Las autopistas que dividen barrios en fragmentos inconexos o las estaciones de transporte público que parecen más pabellones de espera que lugares de llegada, son claros ejemplos de cómo el diseño urbano contemporáneo expulsa antes que acoge.

Este urbanismo del olvido no es una mera consecuencia accidental de la modernización; es un proyecto deliberado de supresión del carácter. Cada plaza, avenida o barrio que sucumbe a la despersonalización urbana contribuye a la creación de una ciudad que no alberga ni representa a nadie en particular, sino a todos en abstracto. Lo que solía ser un punto de encuentro entre vecinos o un lugar que condensaba la memoria colectiva se transforma en un “paisaje de usos”, donde las huellas de la comunidad son sistemáticamente borradas.

Este fenómeno se amplifica con lo concebido para ser reemplazado, para satisfacer una demanda pasajera antes de caer en el inevitable ciclo de obsolescencia y renovación. Este es el "urbanismo del olvido" en su máxima expresión: una cadena de experiencias urbanas intercambiables que, en su desenfrenada adaptabilidad, terminan por borrar cualquier vestigio de identidad.

Así, el urbanismo del olvido encarna una ironía: al pretender “modernizar” nuestras ciudades, se deshace de sus trazos distintivos, de su esencia. Los edificios, en su incansable competencia por ser más “adaptables”, son diseñados con líneas tan impersonales que podrían intercambiarse de ciudad en ciudad sin alterar el paisaje. Y, mientras tanto, el ciudadano, ese mismo para quien se erigen estas estructuras, se vuelve un extraño en su propio entorno.

Pensar Ciudad es, por tanto, mucho más que pensar en espacios; es comprender el valor del arraigo. Cuando diseñamos ciudades que olvidan antes de construir, que renuncian a las historias para vender experiencias instantáneas, traicionamos el propósito mismo de lo urbano. El desafío, entonces, es ir más allá del urbanismo del olvido, recordar que cada calle y plaza pueden ser archivos vivos de nuestras historias colectivas, que la ciudad debería ser un escenario de continuidad de un tejido que nos integra.

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