Entre el lenguaje y la sangre

Resumen

Vivimos en una época donde las opiniones cierran debates en lugar de iluminarlos. La falta de humildad y el miedo al cambio profundizan el deshonor en el poder, reflejado en la indolencia y el resentimiento impune del presidente Gustavo Petro.

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Entre el lenguaje y la sangre

Edgar Julian Muñoz Gonzalez

Vivimos en una época donde nadie quiere escuchar y todos queremos tener la razón. Opinamos sobre política, economía, aborto, religión, vacunas... y hasta sobre Britney Spears, como si todo requiriera el mismo tipo de certeza. Pero la mayoría de las veces, las opiniones no buscan iluminar el debate, sino cerrarlo. No se argumenta para entender, sino para vencer. Debatir hoy es más un ejercicio de resistencia que de diálogo. Y en esa confusión, nos volvimos indolentes. No por falta de energía, sino por pereza intelectual.

En los debates públicos, sin importar el escenario, hay una constante desviación hacia lo capcioso. En lugar de construir un argumento, se lanzan preguntas imposibles. ¿Matarías a un feto de seis meses?, ¿Prefieres un dictador honesto a un corrupto democrático? Preguntas que no buscan verdad, sino dejar al otro sin aire.

En el fondo, lo que se busca es coaccionar. Y muchas veces lo logra el más terco, no el más lúcido. La victoria llega cuando el otro se va. No porque fue derrotado por la razón, sino porque se cansó de discutir lo irracional. De ver cómo la palabra, en vez de abrir, cierra caminos.

Henri Cartier-Bresson decía que toda historia tiene un momento decisivo. En los debates humanos, ese momento suele ser la retirada. Y eso, lejos de ser una derrota, es un acto de sabiduría. Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, sabía que no todos los problemas tienen solución técnica. Lo importante es deliberar bien, no imponerse. Deliberar con sensatez es buscar lo justo dentro de lo posible.

Max Weber lo entendió también en La política como vocación. Allí distingue entre el político, que sabe que toda acción tiene consecuencias, y el “loco”, que se mueve por fe ciega, sin matices, convencido de tener toda la razón. Uno construye Estado. El otro solo deja cenizas.

Y en medio de todo esto se cuela la idea engañosa que asocia ser inteligente con haber leído mucho. Como si estudiar fuera sinónimo de pensar. Pero, como el talento es escaso y el sistema premia la obediencia, quien repite y adula termina siendo el “brillante”. El alumno ejemplar no siempre piensa mejor; solo aprendió a complacer.

Hoy la opinión se volvió un escudo contra la incomodidad de pensar distinto. Una forma de decir: “No me interesa cambiar de perspectiva, ya tengo mi verdad”. Ahí dejamos de ser verdaderamente humanos. Porque si algo nos define es aprender. Y aprender, a diferencia de opinar, exige humildad.

Esta semana, la muerte de Miguel Uribe Turbay nos confronta con esa falta de humildad. No cayó por sus ideas, sino por decirlas en voz alta y por tener el coraje de señalar lo que el poder oculta. En un país donde la palabra presidencial dejó de tener límites, y se tilda de nazis o muñecas de la mafia a los opositores, lo que se siembra es odio, no crítica.

La responsabilidad del presidente Gustavo Petro es moral y simbólica. Él no corrigió el desorden: lo bautizó como cambio. Desde campaña rompió públicamente la línea ética, y muchos lo celebraron. Hoy gobierna como quien ya no siente la necesidad de fingir decencia. No por ignorancia, sino porque ya no le importa nada. Miente sin pudor, acusa sin pruebas y se esconde detrás del papel de víctima mientras actúa como verdugo. Su discurso impune, cargado de resentimiento, crea el terreno perfecto para que la violencia encuentre justificación en la ideología.

El presidente es legítimo, sí. Pero su miseria es tan visible que ya nadie se atreve a esconderla. Y ahora su infamia nos refleja como sociedad.

Un pueblo que acepta la deshonra a cambio de poder no elige: se rinde. Ahí no manda el que piensa, sino el que impone el escándalo. Pero el daño está hecho. A algunos los silencian. A otros, los entierran. A Miguel lo mató el odio que el poder soltó y nunca quiso recoger.

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