Resumen
Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)El debate que se ha planteado en estos días sobre la postulación por parte de la Corte y el Consejo de Estado de candidatos a la Procuraduría General, pone una vez más en evidencia la inconveniencia de incorporar a los magistrados en decisiones que, de una u otra forma, tienen una connotación política.
Hay dos maneras de mirar la independencia judicial: La primera, implica que las determinaciones de los jueces solo pueden basarse en consideraciones jurídicas y probatorias sin interferencia alguna, incluida la de otros órganos del poder.
Esa independencia se ve afectada cuando desde afuera se pretende influir en el sentido de las providencias, se cuestiona a los jueces por haberlas tomado o, implícitamente se les hace responsables de las consecuencias de las mismas, confrontándolos con el pensamiento popular. En esa dirección no se le puede, por ejemplo, decir a la Corte Constitucional que si por vicios de tramite declara inconstitucional una ley que contempla beneficios sociales, es responsable de afectar la economía de los más pobres. No es válido confrontar las decisiones de los jueces con el “estado de opinión”.
La segunda forma de mirar la independencia tiene que ver con el claro deslinde de funciones: el tiempo, la energía y la sabiduría de un magistrado no pueden malgastarse haciendo nombramientos de todo orden.
Ni los políticos deben influir en la integración del poder judicial, ni éste inmiscuirse en elecciones con alcance político. Esa clara delimitación la estableció -ahí sí, el pueblo soberano- en el plebiscito de 1957, que cambió el sistema hasta entonces vigente en virtud del cual a los magistrados los nombraba el Senado de listas enviadas por el gobierno.
Con los mejores propósitos, los constituyentes de 1991 cometieron dos equivocaciones: revivieron la posibilidad de que en cargos judiciales el presidente y el Congreso tuvieran injerencia -en el pasado solo ocurría con el procurador- y le dieron a las Cortes lo que el constituyente y brillante jurista, Hernando Yepes Arcila, - a quien por cierto la Corte Constitucional le acaba de rendir homenaje en Manizales- llamara el “regalo envenenado” de las funciones electorales.
Ese “regalo” ha permitido que el gusanillo perverso del clientelismo -no es ni el de la politización- haga de las suyas en esos sagrados recintos. La razón que se adujo, como siempre con las mejores intenciones con las que está empedrado el camino del infierno, fue la de que, para impedir la corrupción política en entidades como la Procuraduría o la Contraloría, se dejara esa función a la magistratura.
En el caso del procurador, por ejemplo, el presidente hacía una terna sin acudir a engañosas convocatorias sino asumiendo su responsabilidad política y elegía la Cámara de Representantes. Con ese sistema -y para hablar solo de los fallecidos-fueron elegidos procuradores como Mario Aramburu, Gustavo Orjuela Hidalgo, Jesús Bernal Pinzón, Jaime Serrano Rueda, Carlos Mauro Hoyos y Horacio Serpa, todos de impecable desempeño.
En el caso del contralor, que elegía libremente la Cámara de Representantes, incluso en contravía de guiños presidenciales, con el sistema antiguo y sin necesidad de curiosos concursos. Y si bien con la intervención de las Cortes desde 1991 la mayoría de los elegidos no han tenido problemas, los dos primeros, procurador y contralor propuestos por el Consejo de Estado uno y por la Corte Constitucional el otro, terminaron judicialmente condenados.
Ahora, para acabar de completar el entuerto, el gobierno propone en una de las siempre pomposamente llamadas “reformas políticas” agregar a la ya larga lista de nombramientos atribuidos a las cortes, el de los nueve consejeros electorales.
Es verdad que el Constituyente cometió el error de darle carácter de “investigadores electorales” a consejeros propuestos en representación de los partidos políticos, lo que da lugar a cuestionamientos como los de ahora por la investigación válida según impecable sentencia del Consejo de Estado sobre la última campaña presidencial. La solución, sin embargo, no puede ser la profundización del clientelismo a nivel de las altas cortes.