Otra vez asesinan el futuro

Por: Alfonso Gómez Méndez

El atroz asesinato del senador Miguel Uribe Turbay confirma una macabra tendencia: las fuerzas oscuras, desde la mitad del siglo pasado hasta hoy, han apagado la vida de jóvenes que hubieran podido cambiar la historia de Colombia.

Con la excepción del candidato y líder conservador Álvaro Gómez Hurtado, alevemente asesinado el 2 de noviembre de 1995, las víctimas de los “magnicidios” han sido políticos de menos de cincuenta años. La lista es larga:

Jorge Eliecer Gaitán, 48 años; Rodrigo Lara Bonilla, 37; Jaime Pardo Leal, 46; Luis Carlos Galán, 46; Bernardo Jaramillo, 33; Carlos Pizarro, 38 y ahora, Miguel Uribe Turbay de 39. Eso para hablar solo de quienes fueron reales o potenciales candidatos presidenciales.

En el listado también cabrían Alfonso Reyes Echandía y Manuel Gaona, mártires del Palacio de Justicia con 53 el primero y menos de 50 el segundo, o incluso Carlos Medellín y Enrique Low Murtra, y una interminable lista de jóvenes políticos y parlamentarios como Leonardo Posada, Pedro Nel Jiménez y José Antequera de la Unión Patriótica, o Rodrigo y Diego Turbay  del partido liberal, y claro está, Diana Turbay Quintero, secuestrada y asesinada al lado de otros colombianos que hicieron parte de ese grupo que Pablo Escobar secuestró para conseguir la no extradición de nacionales.

En esta cadena el último líder que llora el país es Miguel Uribe, miembro de una familia azotada por la violencia, hizo una carrera pública limpia que empezó a construir desde su adolescencia con solidas convicciones y métodos modernos de aproximación al electorado, hasta el punto de convertirse en una importante figura de centro derecha que legítimamente buscaba llegar a la presidencia de la República.

Hay algunos elementos en común en relación con todos esos asesinatos que pueden clasificarse en varias categorías: el de Jorge Eliecer Gaitán fue el resultado de una situación política tensa que venía desde la caída del liberalismo en 1946 y la agudización de la violencia contra ese partido particularmente en pueblos y veredas. Casi ochenta años después no hemos podido identificar a los determinadores, pero hay evidencias de que se trató de un crimen político.

Los asesinatos de los candidatos Pardo Leal, Jaramillo, Pizarro y de los políticos Posada, Jiménez y Antequera fueron parte del exterminio de la Unión Patriótica. En estos participaron sectores de la derecha, elementos desviados de las fuerzas Armadas y de Policía y, hasta el narcotráfico. Estas fuerzas paramilitares aún subsisten con el nombre del Clan del Golfo. Los crímenes contra la familia Turbay Cote fueron ordenados por los jefes de las FARC.

Los horrores del Palacio de Justicia fueron el resultado de la toma terrorista ordenada y ejecutada por el M19 y de la torpe reacción militar, como se ha venido decantando con el tiempo. Los crímenes de Rodrigo Lara, en cierta forma, los asociados al palacio de Justicia, Carlos Mauro Hoyos, Enrique Low Murtra -desprotegido a sabiendas por el Estado-, Luis Carlos Galán, Diana Turbay y Guillermo Cano, entre otros muchos, obedecieron a la estrategia de los capos de la droga encabezados por Escobar, de arrodillar al Estado para impedir su extradición a los EEUU. 

Respecto de todos ellos ha habido impunidad por la no identificación de los autores intelectuales o, perdón y olvido, por amnistías o indultos amparados en la búsqueda de la paz.

¿Qué pasará con los asesinos de Uribe Turbay aparentemente vinculados a procesos de paz fallidos? ¿Si a pesar de todas las concesiones del Estado los crímenes continúan, no será hora de cambiar la estrategia de negociación por la de la aplicación de la ley?