Salario mínimo

Resumen

El salario mínimo impacta a millones, tocando temas desde inflación y poder adquisitivo hasta empleo y desigualdad. Un aumento balanceado es clave para no presionar a empresas, mientras mejora el ingreso real y fomenta el consumo.

Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
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Salario mínimo

Por: Carlos Yepes

Cada diciembre vuelve la misma conversación a la mesa: ¿cuánto debería subir el salario mínimo para el año siguiente? Y, de inmediato, aparece la pregunta incómoda: ¿es sano para la economía que ese aumento quede por encima o por debajo de la inflación? Detrás de esa cifra no solo hay fórmulas, también están las cuentas del tendero, del pequeño empresario y de millones de familias que viven de ese ingreso.

Empecemos por lo básico. La inflación es, en palabras simples, el incremento promedio de los precios en un año. Si el salario mínimo aumenta exactamente lo mismo que la inflación, el trabajador conserva su poder de compra: compra más o menos lo mismo que antes. Si el aumento supera la inflación, el salario real mejora; si se queda corto, el bolsillo se encoge.

La mirada económica más tradicional entiende el salario, ante todo, como un costo de producción. Bajo esa lógica, cuando el mínimo sube mucho más que la inflación y más rápido que la productividad, es decir, que lo que cada trabajador aporta en valor, las empresas enfrentan una presión adicional: pueden contratar menos, aplazar inversiones o subir precios para compensar. El temor es claro: que un incremento muy alto termine frenando el empleo formal, especialmente en micro y pequeñas empresas, y alimente otra vez la inflación.

Otras corrientes recuerdan que el salario también es el principal ingreso de la mayoría de los hogares y, en consecuencia, el motor de buena parte del consumo. Si quienes ganan el mínimo reciben un aumento real, ese dinero suele ir a mercado, transporte, servicios, estudio de los hijos. Ese mayor gasto puede ayudar a mover la demanda, mejorar las ventas y apoyar el crecimiento, siempre que la economía tenga capacidad para responder con más producción y no solo con más precios.

Por eso, el efecto de fijar el mínimo por encima de la inflación no es automático ni igual en todo el país. Depende del momento económico (si hay desaceleración o recuperación), del tamaño de la informalidad, que deja a muchos por fuera del mínimo legal y, de la estructura empresarial: una gran firma con espalda financiera no enfrenta los mismos dilemas que un pequeño negocio familiar que hace cuentas día a día.

En este contexto, más que etiquetar cualquier decisión como “buena” o “mala” en abstracto, conviene reconocer los matices: Un ajuste muy cercano a la inflación ayuda a mantener el poder de compra sin mejorarlo mucho y reduce la presión sobre empresas y finanzas públicas; un incremento que se ubica claramente por encima de la inflación sí mejora el ingreso real de quienes devengan el mínimo y puede animar el mercado interno, pero también puede tensionar a sectores y regiones donde la productividad es baja o los márgenes son muy estrechos.

Hay, además, un tema de fondo: cómo se reparte el ingreso entre salarios y utilidades. En años de inflación alta, los trabajadores suelen perder terreno; en años de bonanza, la ganancia empresarial puede crecer con más fuerza. El salario mínimo es una de las pocas palancas para corregir esos desbalances, pero si se fuerza en exceso, la cuerda se puede romper por el lado del empleo formal.

Lo cierto es que al salario mínimo se le han cargado demasiadas expectativas. Ningún porcentaje, por sí solo, resolverá la pobreza, la desigualdad o la informalidad. Para que el ajuste tenga efectos sostenibles, debe ir de la mano con otras tareas: elevar la productividad, acompañar a las pequeñas empresas, simplificar la formalización y fortalecer las redes de protección para quienes hoy trabajan sin contrato ni seguridad social.

 

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