Resumen
Durante un viaje por Vietnam, al confundir carne de perro con cerdo, los autores reflexionan sobre cómo las tradiciones alimenticias varían según la cultura y la necesidad, destacando las contradicciones y privilegios en torno a la moralidad alimenticia.
Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)Cuando el hambre cambia la moral. Cao Bang era un susurro en el mapa, una promesa de descanso tras cinco horas de viaje en una moto que hacía más ruido del que avanzaba. Laura y yo llevábamos días recorriendo Vietnam en una Detech 100 cc que era tan fiel como incómoda. La habíamos comprado por 300 dólares en Hanói con el propósito de darle la vuelta a Vietnam en el mes que teníamos. El hambre, que había comenzado como una molestia, se había convertido en una sombra persistente que marcaba cada minuto del viaje. Cuando vimos aquel pequeño puesto de comida al costado de un camino polvoriento, sentimos que habíamos encontrado un oasis.
La señora que atendía no hablaba inglés, pero con el lenguaje universal de las señas logramos pedir lo que parecía un lomo de cerdo perfectamente asado, servido en una sopa aromática. El primer bocado fue un alivio absoluto, una revelación. Laura no dejaba de repetir que era la mejor comida que había probado en lo que llevábamos en Vietnam. Yo asentía mientras el sabor de aquella carne se quedaba en mi paladar, como una especie de bálsamo tras la interminable jornada. Comimos con voracidad, ignorando todo lo demás a nuestro alrededor.
Cuando terminamos, salí a fumar un cigarrillo. Era una costumbre que me daba una excusa para explorar un poco. La pequeña choza que servía como restaurante improvisado estaba casi vacía, pero al caminar hacia la parte trasera me encontré con una escena que me dejó helado: un perro entero, colgado de un palo desde la cola hasta el hocico, asándose lentamente sobre las brasas. Su piel dorada brillaba bajo la luz tenue de un fogón, y una parte de su lomo faltaba.
Me quedé allí inmóvil, mirando la escena y conectando, poco a poco, las piezas. La carne que habíamos devorado minutos antes no era de cerdo. Habíamos comido perro.
Regresé rápidamente a donde estaba Laura, todavía eufórica por la comida. Le conté lo que había visto, y su expresión cambió de inmediato. Salimos de aquel lugar como si hubiéramos cometido un pecado irreparable. Durante cinco días solo comimos galletas Oreo y papas Pringles. Aquel incidente nos había marcado de una forma que ni siquiera entendíamos del todo.
Cuando la necesidad define la cultura
Cinco días después, en un lugar llamado Sapa, cuando el hambre dejó de ser un obstáculo y la curiosidad tomó su lugar, decidí investigar por qué en Vietnam y otros países asiáticos se consume carne de perro, una práctica que para nosotros, occidentales, parece incomprensible. Lo que descubrí no solo me ayudó a entender su cultura, sino que me obligó a cuestionar la mía.
En muchas regiones de Asia, el consumo de carne de perro tiene raíces en la historia y la economía. En Vietnam, las guerras y la pobreza extrema moldearon costumbres alimenticias que priorizan la supervivencia sobre la moralidad. Los perros, al igual que los cerdos, las aves y el ganado, se convierten en una fuente de proteína accesible. En áreas rurales, donde los recursos son limitados, esta práctica se ve como algo natural, sin el peso emocional que le damos en Occidente.
Además, algunas tradiciones vietnamitas creen que la carne de perro trae buena suerte o mejora la virilidad, aunque estas creencias están disminuyendo con las nuevas generaciones. En ciudades como Hanói o Ho Chi Min, la influencia de Occidente y el activismo por los derechos de los animales están cambiando la percepción sobre esta práctica, pero en zonas rurales como Cao Bang, sigue siendo una realidad cotidiana.
Occidente y sus propias contradicciones
Este experiencia me obligó a mirarme al espejo. En Occidente, nuestra relación con los animales está llena de contradicciones. Vemos a los perros como miembros de la familia, mientras que consumimos cerdos, animales que tienen una inteligencia similar y que, para algunas culturas como la musulmana, son intocables.
Nos gusta pensar que nuestras prácticas alimenticias son “civilizadas”, pero ¿qué pensarían otros de nuestras propias tradiciones? En Santander, por ejemplo, comemos hormigas culonas, una costumbre que para muchos es tan normal como comer empanadas, pero que para un extranjero puede resultar extraña o incluso repulsiva.
En mi propio viaje por Asia, he probado platos que jamás habría imaginado: un balut en Filipinas (un embrión de pato hervido en su cáscara), escorpiones fritos en Tailandia y hasta una cucaracha asada en un mercado nocturno. Lo hice por curiosidad, por el deseo de entender y experimentar otras culturas. Pero con la carne de perro fue distinto, quizás porque no lo supe hasta después de comerla. Ahí fue donde me enfrenté cara a cara con mis propios prejuicios.
¿Es moralmente diferente comer un perro que una vaca o un cerdo? La respuesta parece depender del lugar donde nacimos y de las tradiciones que heredamos. En India, las vacas son sagradas, y el solo hecho de pensar en comer carne de res es visto como un sacrilegio. En Colombia, el cuy es una rareza gastronómica, pero en países como Perú y Ecuador, es un plato típico.
La moralidad alimenticia, descubrí, no es universal. Es un reflejo de nuestra economía, nuestras necesidades y nuestras historias. En un mundo de abundancia, podemos darnos el lujo de elegir qué comemos y qué no, pero en lugares donde la pobreza aún marca las decisiones diarias, esa elección no existe.
El privilegio de elegir
Cuando Laura y yo huimos de aquel puesto de comida, lo hicimos porque no podíamos aceptar lo que habíamos hecho. Experimentamos una ruptura con los principios que nunca pensamos cuestionar, cruzando una línea invisible. Pero, en retrospectiva, entiendo que nuestro privilegio nos permitió reaccionar de esa forma. Para quienes crecieron en lugares como Cao Bang, o incluso acá, en zonas selváticas, la carne de perro no es un tabú ni un acto cuestionable, así como no lo es comer Fara, Hicotea, culebra o iguana. Es simplemente comida.
Nuestras tradiciones alimenticias no son más “correctas” que las de otras culturas, solo diferentes. Y en un mundo donde la globalización está acercando cada vez más las costumbres, tal vez sea momento de dejar de juzgar y empezar a entender.
Una invitación a la empatía
Cinco años han pasado desde aquel viaje, pero la memoria de ese día sigue siendo vívida. No porque haya probado algo “prohibido”, sino porque me obligó a enfrentar lo inesperado y cuestionar mis propios valores. Pero, ¿no es ese el propósito de la humanidad? Explorar lo desconocido. Como el “Mayor Tom” de David Bowie.
Quizás nunca vuelva a comer perro, pero tampoco volveré a juzgar a quienes lo hacen. Después de todo, nuestras tradiciones son un reflejo de nuestras circunstancias, y entenderlas es un paso hacia la empatía. El hambre no solo cambia nuestra moral, sino que también nos da una nueva perspectiva sobre el mundo.
El final
Después de 27 días llegamos a Saigón listos para ir a Camboya. Irónicamente, apenas cruzamos la frontera, lo primero que vimos fue un perro colgado asándose cerca a la carretera. Durante nuestro recorrido vimos camiones transportando perros como en Colombia se transportan pollos y ganado. Esta vez, lo enfrentamos con madurez. En casa, esto nunca sería comprendido. Pero entendimos que, al igual que la estatura, el color de piel, el idioma, la religión y los hábitos alimenticios, nuestras costumbres son, en última instancia, producto de la suerte.