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Resumen

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Por: Mauricio Cárdenas.

Siempre me han llamado la atención las consecuencias no deseadas de ciertas políticas públicas. Una política diseñada para lograr un objetivo particular a veces tiene un efecto totalmente opuesto al deseado. Eso pasa con mucha frecuencia en este gobierno, en parte por la inexperiencia y la soberbia, pero también por el total desprecio por los datos y el análisis. También tiene mucho que ver la cada vez menor influencia del equipo económico en la toma de decisiones de políticas públicas. Los activistas y los politiqueros son los que tienen la última palabra.

Colombia está hoy llena de iniciativas que acabarán teniendo resultados desastrosos. Presentadas como grandes soluciones para temas como la desigualdad y el cambio climático, obtienen amplio apoyo político, pero en realidad harán todo lo contrario.

Hay muy pocas instituciones gubernamentales con la tarea de visibilizar problemas y decir las cosas como son, a riesgo de ser impopulares. El Ministerio de Hacienda y el Departamento Nacional de Planeación, en teoría, tienen ese papel. Además, al menos hasta ahora, han tenido el músculo suficiente para hacerlo. Son las encargadas, entre otras muchas cosas, de parar malas iniciativas que de tiempo en tiempo surgen en cualquier democracia. Son más importantes atajando goles que anotándolos.

Una parte importante del prestigio económico de Colombia se debe al ejercicio de esa función. Y como sucede con todo aquello que toma tiempo adquirir, se puede perder muy rápidamente. La comunidad internacional, que siempre ha confiado en el manejo de las finanzas públicas, la infraestructura y los servicios públicos, entre otros, ahora comienza a tener dudas.

Tomemos el caso del acto legislativo para reformar el Sistema General de Participaciones –una idea que en circunstancias normales debió ser frenada por el Ministerio de Hacienda hace mucho tiempo–. La más grave de las consecuencias no intencionadas de lo que quiere hacer el Congreso será aumentar las primas de riesgo, con todo lo que eso implica: aumento de la tasa de cambio, de la inflación, de las tasas de interés, reducción de inversión, de consumo, de PIB.

Sin ir muy lejos, el Banco de la República presentó unas proyecciones esta semana que son simplemente alarmantes: nos empobreceremos como país en más de 10 % en comparación con el escenario sin esta reforma. Y, como si esto fuera poco, las grandes ciudades, donde vive la mayor parte de la población pobre, perderán recursos. Es decir, la reforma también será muy mala para la equidad.

Pero más allá de eso, como no hay plata para cumplir con lo que se está aprobando, la mayor autonomía que se le promete a las regiones no se va a sostener. Eso, sin hablar de que también se compromete la capacidad del Gobierno para honrar sus propias obligaciones –como las vigencias futuras para proyectos nacionales de infraestructura, las pensiones, los intereses de deuda, las transferencias a las universidades, etc.. Es decir, se hace una reforma para que el próximo gobierno tenga que deshacerla o, por lo menos, dilatarla, para que no entre en vigor. ¡Eso no es serio!

Otro ejemplo interesante de consecuencias no deseadas es el efecto que está produciendo la política del Gobierno de frenar las actividades de exploración de hidrocarburos. Como el país no se puede quedar sin gas, Ecopetrol construirá una planta para importar y regasificar GNL. El gas importado nos resultará mucho más caro y mucho más contaminante. Las emisiones de carbono por kilovatio de electricidad generado con GNL importado son muy similares a las de carbón (que, además, resultaría mucho más barato). Este es un contrasentido, producto de una mala decisión de política.

Dos ejemplos de malas decisiones que nos costarán por mucho tiempo. Eso es lo que ocurre cuando se gobierna a punta de ideología y desprecio por los datos.

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