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Corozal 6:00 p.m.

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Resumen

El anciano Gregorio, habitante del pueblo de Corozal, dedicó su vida a contar y cuidar las cotorras en el Parque Central, cumpliendo la voluntad de su padre. Desarrolló habilidades extraordinarias para identificar a los pájaros y les proporcionó alimento, agua e incluso curaciones.

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Cuenta Dagoberto en la bitácora del pueblo leída recientemente en un acto público de Corozal, que allí existió un anciano bien anciano y muy tierno, aunque solitario, llamado Gregorio, quien aceptó desde su infancia la misión de su padre de contar las cotorras que cantaban mientras arborizaban puntualmente en su regreso al Parque Central a las seis de la tarde.

Gregorio vivió toda la vida desde su infancia entre su terraza y el parque contando cotorras, y no conforme con eso, crearon una estrecha amistad y hasta conversaban de todo menos de política en su balcón, poco antes de continuar su itinerario a los árboles del parque finalizando su vuelo por la sabana.  Por supuesto, el tiempo del atardecer era insuficiente para lograrlo, aunque insistía que sólo obtendría paz el día que cumpliera la voluntad de su padre.

Dice Dagoberto que el pueblo se dividió al apostar qué contar las cotorras lo haría inmortal, aunque Gregorio desarrolló una habilidad extraordinaria para sumar con su ojo derecho, con el izquierdo restar y con los dos dividir. Cuentan por ahí, que tenía un oído tan afinado que diferenciaba el macho de la hembra tan solo en un cotorreo; incluso, decían en el pueblo, que las cotorras le denunciaban los intentos del hombre por secuestrarlas en jaulas y el susto que pasaban cuando se convertían en objetivo militar de las caucheras de los niños rebeldes de la sabana.

Su casa estaba ubicada frente al parque y todos los días a las cinco y cuarenta de la tarde, suministraba agua en unos platones y expandía en el piso las moronas de los diabolines que recogía de las tiendas del pueblo en una bolsita que colgaba de su caminador. Gregorio no era adinerado, pero su riqueza era suficiente para no comprar más necesidades que la de alimentar cotorras y de paso contarlas.

Las cotorras heridas en su travesía acudían a Gregorio en su terraza para que les hiciera curaciones con merthiolate, algodón, y agua bendita que le llevaba el sacristán cada vez que fuese necesario. El viejo Gregori, como le decían cariñosamente en Corozal, ya caminaba muy lento y pausado, y su caminador era escoltado por dos o tres cotorritas que se turnaban para orientarlo hacia las ventas de diabolines.

Como Gregorio cotorreaba con ellas le preguntaban ¿por qué eran secuestradas en jaulas por el hombre? ¡para protegerlas de los gatos! Pues tampoco encontró una excusa menos hipócrita para explicarles que muchos humanos actuaban inhumanamente.

Atardeció. Ese día, el último que lo vieron las cotorras, justo cuando sonó el himno nacional y doblaron las campanas de la iglesia, hubo un minuto de silencio interrumpido por otro de algarabía, aunque el silencio volvió toda la noche.

Amaneció, y las cotorras en una acrobática coreografía volaron rumbo a la tumba de su padre y ahí estaba Gregorio acostado. Entre su mano y el pecho había un cuaderno con una cifra y una frase que decía: en total, son… pero el número se había diluido entre sus lágrimas y el papel.

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