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De la justicia, la igualdad y la pony malta

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Resumen

En Colombia, el sistema judicial es criticado por su falta de efectividad, lo que permite una alta impunidad. La declaración de inocencia se usa como estrategia para retrasar procesos. Existen críticas sobre la disparidad en la aplicación de la justicia y la influencia de intereses políticos.

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En Colombia, el sistema judicial opera en un teatro donde los acusados siempre proclaman su inocencia, mientras que la opinión pública queda atrapada en chismes, declaraciones cruzadas y desinformación. Esta dinámica no solo refleja el fracaso de las instituciones para imponer justicia, sino también la habilidad de algunos para manipular las reglas del juego en su beneficio.

Es comprensible que quienes enfrentan un proceso penal se declaren inocentes: la carga de la prueba recae sobre la Fiscalía, un principio clave en cualquier democracia. Pero en un país donde la impunidad ronda el 90%, esta estrategia se ha convertido en un escudo para postergar sentencias y desgastar la confianza ciudadana. Casos como el de Nicolás Petro, señalado de recibir dinero malo, o Sandra Ortiz, vinculada a irregularidades en contratos, son categóricos. Declararse inocente y "creer en la justicia" se ha convertido en un mantra cínico que pocos toman en serio, especialmente cuando el estilo de vida de los implicados (Mercedes-Benz, casas millonarias, pagos en efectivo) contradice cualquier pretensión de integridad.

Mientras tanto, el rifirrafe entre fiscales y defensores se alarga indefinidamente, y el juicio público se desarrolla en redes sociales y medios de comunicación, donde el ruido de las versiones es más importante que los hechos. La justicia, sin embargo, no actúa en función de la verdad, sino del derecho, un marco que también es manipulable cuando los recursos y las conexiones están del lado del acusado.

La disparidad en la aplicación de la justicia es dolorosa. Los titulares sobre condenas de cuatro años por el robo de una chocolatina contrastan con absoluciones o penas simbólicas para políticos y empresarios involucrados en crímenes atroces. Y aquí está la paradoja de que las instituciones están diseñadas para proteger los derechos fundamentales de todos, incluso de los culpables, pero la falta de equidad convierte a la justicia en un privilegio para quienes pueden permitírsela.

Es cierto que una cosa no justifica la otra, pero la indulgencia con los grandes crímenes es un golpe moral para una sociedad que llora por un mínimo de decencia. Cada escándalo que involucra a altos funcionarios es una herida más en la ya maltrecha legitimidad del Estado. Y ahora disque los más asesinos son Gestores de Paz.

No podemos ignorar el papel ambiguo de las cortes en este panorama. Aunque su labor se basa en la Constitución, también son susceptibles a intereses políticos, componendas y presiones externas. El presidente Petro, al criticarlas, apela a un sentimiento extendido entre los ciudadanos: las altas cortes han cometido errores graves que alimentan el escepticismo. No obstante, este discurso es muy peligroso al deslegitimar una de las pocas estructuras que, al menos en teoría, podrían fiscalizar al poder.

¿Qué futuro le espera a Colombia si no logramos romper este ciclo de impunidad? La confianza en la justicia no se decreta; se construye con hechos. Necesitamos que nuestro sistema judicial sea imparcial, eficaz, que ponga límites reales al poder y brinde garantías para que todos seamos tratados con el mismo rigor. Esa es la verdadera igualdad que necesitamos, no la de comprarnos el mismo iPhone como ciertos discursos demagógicos insisten en balbucear.

Y aquí hay que ser claros: así el gobernante haya sido elegido por mandato popular, si se comprueba que es un delincuente, la justicia debe actuar sin importar las consecuencias. Esto incluye al presidente. Ese discurso solo sirve cuando el líder es íntegro; pero si el de arriba es una porquería de ratero, hay que tumbarlo. Siempre debe primar la justicia, así vengan revueltas. Cada peso robado es un niño sin escuela, un hospital sin insumos, una carretera que nunca se construirá. Los ciudadanos merecen más que 50.000 pesos por voto y pan con pony malta. Merecen una justicia que no se venda ni se deje intimidar.

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