De la liturgia, el calendario y la conciencia
Cada año, como un vendedor de seguros, llega la Semana Santa. Muchos la ven como tiempo de recogimiento espiritual. Para otros, una excusa para irse al mar. Aunque para Colombia, país atravesado por una religiosidad cultural, la Semana Santa es un hito. Un recordatorio. Un momento en el calendario que tiene implicaciones políticas, económicas y sociales que rara vez se examinan con la seriedad que merecen.
La Semana Santa marca el verdadero inicio del año productivo. Enero es de arranque lento, febrero de transición, y marzo se va preparando para este alto en el camino. Es después de Semana Santa cuando arranca la carrera de fondo. En las empresas, se revisan presupuestos, se aceleran planes y se definen estrategias para alcanzar metas que parecen lejanas. Para los políticos, es el último respiro antes de que comience la campaña, aunque algunos nunca hayan dejado de estar en ella. Y para los inversionistas, tanto locales como extranjeros, este es un punto de evaluación: cuánto tiempo le queda al gobierno de turno, qué tanto capital político le resta, y qué señales está enviando al mundo sobre el rumbo del país.
La economía también tiene su liturgia. Y no nos pongamos con babadas porque no basta con rezar para que las cifras mejoren. El mercado es inmune a la fe, responde a decisiones, no a oraciones. Lo que sí entiende es de confianza, de señales claras, de políticas coherentes. Y en Colombia, por estos días, nada de eso abunda. Los mensajes que salen desde el poder parecen más diseñados para generar incertidumbre que para atraer inversión. Se premia la desconfianza, se castiga al que produce, y se idealiza al que ha vivido al margen de la ley. Como si el país pudiera construirse sobre una idea torcida de perdón sin justicia. La política nacional parece guiada más por la concupiscencia de la autoridad que por el deber público.
Porque aquí viene otra reflexión, más incómoda pero necesaria: ¿de qué sirve hablar de paz e igualdad cuando no hay justicia? De justicia real, no la que se inventan los políticos con su verborrea cuando acusa a los ricos y a los blancos. Nos llenamos la boca de palabras nobles, pero las usamos como consuelo, no como compromiso. Como quien, ante un enfermo terminal, dice “mejor que se muera rápido para que no sufra”. Una crueldad camuflada de piedad. Lo que necesita Colombia no es una falsa paz ni una igualdad mal entendida, sino justicia. Ver a los criminales pagar por sus crímenes, no recibir premios, curules y aplausos.
Si esta Semana Santa fue de reflexión, que haya sido en serio. No pensando solo en el sacrificio de Jesús, sino en el de las víctimas de nuestro propio vía crucis: las del terrorismo, las del abandono estatal, las del silencio cómplice. Pensemos en lo que significa un gobierno que les da la espalda, que las deja solas mientras negocia con sus verdugos. ¿Podría Dios estar de acuerdo con eso? ¿Con una economía que crece a costa del olvido? ¿Con una sociedad que acepta dádivas manchadas de sangre y corrupción?
El tiempo corre. El año avanza. La vida sigue. Pero la historia nos va a pasar la cuenta. Porque mientras algunos celebran pactos vacíos, otros siguen esperando en silencio a que Colombia, algún día, vuelva a tener sentido. Y si la justicia no llega desde arriba, tendremos que construirla con la firme convicción de que ningún país puede avanzar sobre los cimientos de la impunidad.