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El poder estructural no se expresa en tanques ni tratados

Resumen

Trump versus Harvard es un conflicto que desvela la fisura entre poder y saber, y pone en cuestión la hegemonía de universidades como Harvard, símbolo del liberalismo académico. Esta disputa interna redefine el concepto de verdad en el orden mundial.

Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
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El poder estructural no se expresa en tanques ni tratados

El Fin del Contrato Epistémico

Por: Santiago Forero Rodríguez

En la cartografía simbólica del poder mundial, pocas instituciones condensan tanta gravitación como Harvard. No es simplemente una universidad: es un nodo imperial del capital cognitivo, una metrópolis del saber desde la que se emite el evangelio tecnocrático del orden liberal. El intento de la administración Trump por revocar su capacidad de acoger estudiantes internacionales no constituye un acto administrativo aislado, sino un poder estatal replegado contra su aparato ideológico más refinado.

La medida –fundada en acusaciones de antisemitismo, permisividad hacia posturas críticas frente a Israel y supuestos vínculos con la influencia china– revela un momento de colapso sistémico. Trump no disputa a Harvard su excelencia académica, sino su rol en la reproducción de una élite transnacional desvinculada del Estado-nación. Lo que está en juego es la legitimidad de un conocimiento que se pretende universal, pero que ha dejado de representar a las nuevas voluntades soberanas.

Desde Susan Strange, sabemos que el poder estructural no se expresa en tanques ni tratados, sino en la capacidad de definir lo que cuenta como conocimiento válido. Y desde Michel Foucault, entendemos que el saber no es neutral: produce sujetos, delimita lo decible, disciplina los cuerpos. Trump, que en su praxis encarna un retorno brutal del decisionismo soberano, ha identificado correctamente a Harvard como fábrica de subjetividades postnacionales.

El delicado contrato de la hegemonía

Este conflicto, entonces, es expresión de una guerra civil epistemológica en el núcleo del sistema-mundo. En la terminología de Immanuel Wallerstein, la universidad norteamericana fue durante el siglo XX el aparato ideológico de un centro hegemónico que imponía sus saberes como universales. Hoy, ese centro se resquebraja: Washington y Harvard ya no se reconocen mutuamente. El primero exige lealtad cultural; el segundo reivindica autonomía epistemológica. Se rompe así el delicado contrato de la hegemonía.

Desde una óptica gramsciana, se asiste a un momento de ruptura orgánica. La hegemonía no se sostiene ya sobre el consenso ilustrado, sino sobre la movilización del resentimiento popular frente a una clase académica cosmopolita. Harvard es acusada de incubar élites que piensan globalmente mientras ignoran las angustias materiales del cuerpo nacional. No es un ataque a los saberes, sino a los sujetos que los encarnan: el estudiante extranjero, el académico que cuestiona a Israel, el intelectual que cita a Fanon. Es una lucha contra el Otro que piensa.

Pero lo más radical es que el ataque se produce desde el interior del sistema. No es Beijing quien amenaza la supremacía de Harvard: es la Casa Blanca. Lo que Acharya llama la "desoccidentalización del orden mundial" no sucede solo por ascenso del Sur Global, sino por autonegación del centro. Al expulsar estudiantes internacionales, Estados Unidos se mutila su fuente de reproducción hegemónica. No hay Harvard sin mundo. Y sin Harvard, Estados Unidos se vuelve provincial.

Ocaso del liberalismo académico

Lo que muere en este conflicto no es el derecho de admisión de estudiantes, sino el mito fundacional de la universidad global como espacio neutral de pensamiento. El intento de regular las matrículas, vigilar los contenidos o intervenir en la gobernanza universitaria reinstala el Estado como árbitro de la verdad. Es el retorno del Panóptico como censor epistemológico. Donde antes había autonomía ilustrada, hoy hay sospecha de traición.

Sin embargo, el conflicto revela también el ocaso del liberalismo académico como discurso totalizante. El saber producido en Harvard ya no es incuestionable. La acusación de antisemitismo, aunque funcionalmente instrumental, pone en evidencia los límites del discurso tolerante cuando se enfrenta a narrativas decoloniales, críticas y disidentes. La universidad se ve forzada a defender su universalismo en un contexto donde lo universal es, justamente, lo que está en disputa.

Trump no es un accidente. Es la figura liminal que revela la fisura. No inventó el conflicto: lo aceleró. Es el síntoma de un sistema que ya no cree en sus propios aparatos de legitimación. Su confrontación con Harvard marca la ruptura entre poder y saber. Entre el imperio y su clero.

Las Relaciones Internacionales hoy exigen abandonar la gramática de las potencias y los tratados. El conflicto fundacional ya no es entre Estados, sino entre regímenes de verdad. El centro de gravedad ha mutado y en ese campo de batalla, Harvard y Trump no representan dos posiciones políticas. Representan dos civilizaciones.

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