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Un vaquero y dos destinos

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Resumen

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Por: Claudio Valdivieso

Tan pronto llegaron a la adolescencia, Lupita y Vicente se miraron fijamente, y con sus pupilas conversaron sin soltar palabras al viento ni al oído de algún testigo. Sus miradas acordaron inmediatamente que a partir de ese instante y para siempre sería el código universal de sus almas, y acordaron quererse por el resto de sus vidas sin prometerlo. Simplemente fue un acuerdo entre pupilas, de modo que cada uno dejaría en las manos del otro ese contacto y así llegarían sin ninguna dirección, pero al mismo destino, seguros, de que ninguno de los dos escaparía al destino del otro. Lupita y Vicente apenas despertaban las sensaciones de la juventud y se mofaban de considerarse que cada uno sería el destino del otro y punto.  Entonces, ¿para qué preocuparse?

Se conocieron cuando tenían trece años de edad en una hacienda ganadera junto al Río Magdalena, y allí, la mamá de Lupita era jefe del casino donde se alimentaba Lazofino, como le decían en la vereda al padre de Vicente por su magistral manejo del lazo y jaripeo.

Los jóvenes Vicente y Lupita eran muy tímidos, prudentes y callados en conversaciones públicas, pero dialogaban con sus miradas de una forma extraordinaria, como si existiera un contacto que superara la voz y las cálidas caricias de la piel. Era común verlos en los comederos del ganado alimentando de sus manos a los toros, y esto sorprendía, pues el ganado era tan bravo como esquivo.

Lupita era una muchacha morenita delgada y bajita de grandes ojos verdes, de cabello azabache y senos pequeños. Vicente era joven, alto, de ojos negros y grandes, de piel canela y afro.

En medio de la timidez que los caracterizaba además de la ausencia de la escuela, Lupita y Vicente lograban pasar horas y horas en el potrero sin tocarse, así como podían amarse como lo revelaba el brillo de sus miradas en medio de la oscuridad. Nadie pudo sostener públicamente que se les escuchó una conversación de amor y esto los hacía más extraños.

El tema que abordaban con mucha frecuencia y con una destreza descomunal era el destino, pero jamás dijeron si el destino sería bueno, malo o extraordinario y mucho menos si ellos se consideraban su propio destino. Llegó un momento incómodo para ellos cuando los demás trabajadores de la hacienda los trataban de loquitos.  Lo más curioso de todo, es que Lupita y Vicente antes de tomarse de las manos decían mutuamente: tu destino está en mis manos.

Una noche les cogió un vendaval saliendo de uno de los corrales y tuvieron que protegerse con sus cuerpos. El camino era invisible y llegando al campamento donde dormían los empleados de la hacienda, se tomaron de la mano para brincar una vieja pared de ladrillo casi en ruinas. Vicente tomó a Lupita con una mano y con la otra se agarró de una guaya. Al otro día encontraron sus cuerpos en el piso, asidos de la mano y sujetos al cable de media tensión que alimentaba de energía la hacienda.

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