Resumen
Una mujer de Barbosa intenta exterminar una plaga de ratones usando métodos peligrosos, culminando en una explosión de gas propano que causa caos y una serie de consecuencias inesperadas en el vecindario.
Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)Barbosa ayer Barbosa hoy.
Esta historia que se viene a la memoria de los que estuvieron allí, y que es agradable recordar, sobre todo cuando tiembla la tierra o se avecina un vendaval, es el de la gaseada de una ratonera, y posterior volada con gas propano, ordenada y ejecutada por la señora Anita de Equino, vieja agria y rascantinosa pero de sentimientos nobles, en hechos que se llevaron a cabo con la más brutal realidad, y no en los campos de concentración nazi de Auschwitz, Dachaw o Treblinka en Alemania y Polonia durante la Segunda Guerra Mundial, sino en una modesta casa de adobe y tablas del Barrio Gaitán, en el perímetro urbano del municipio de Barbosa, El Manicomio más grande del mundo, hace ya muchos lustros atrás. Era el once de enero de 1974. Diez y veinte de la mañana. Entonces Barbosa era un pueblito.
Una tarde aciaga, de siesta pereza y tinto, la aludida señora se percató de que su modesta residencia estaba siendo arteramente invadida por un ejército de roedores peores que los del Comando sur, y que su estado mayor se encontraba muy bien pertrechado en un bunker construido dentro del alcantarillado, no sólo de su casa sino en las del sector aledaño a ella. Habiendo utilizado todas las estrategias guerreras para combatir el flagelo, que iban desde la sencilla trampa de resorte para atrapar los ratones, pasando por el Sulfato de Estricnina en el bocado de queso o de pan, hasta llegar al bombardeo inocuo con canecadas de aceite quemado y el irrisorio rocío con Diablo Rojo disuelto en gasolina, otrora menjurje de destapar cañerías, sólo hasta ese momento llegó a la desoladora conclusión que había perdido su tiempo, y que los ensañados bichitos de la cola pelada le estaban derribando con toda presteza la residencia. Ella, junto con su marido y sus cuatro hijos, se dieron a la tarea de realizar cualquier invento o a desarrollar alguna tecnología eficiente para dar al traste con la ratonera.
Con armas de corto alcance
Se probó con una escopeta de fisto de dos cañones, pero muy pronto se dieron cuenta que el método, aparte de peligroso por lo de la explosión de la pólvora dentro de los tubos, era bastante inocuo, presentando resultados tímidos lo suficientemente inválidos para desecharlo. Uno o dos ratones, máximo, durante la jornada nocturna que iba desde las diez y media de la noche, una vez terminada la telenovela, hasta las seis de la mañana cuando todo el mundo debía levantarse para ir a estudiar o a trabajar respectivamente, no justificaban el engorroso operativo. En varias ocasiones se consiguieron resultados que, siendo onerosos económicamente para la familia, no era los que se proyectaban en la filosofía de la operación. Por ejemplo, una noche le fue abierta una tronera enorme a un baúl antiguo estilo pirata, de guardar todo tipo de baratijas y cachivaches, de un solo cañonazo. Eso sirvió para que los animales se tomaran cómodamente el mueble por ese hueco y se apoderaran, aparte del espacio físico, de las pertenencias y demás objetos privados de la familia. Otra vez desbarataron como dos docenas de huevos de pava para la alimentación de la semana, puesto que el lúdico roedor se cuadró exactamente sobre el cajón del seibó donde estaban almacenados. Del impacto volaron huevos, cajón y polvareda, menos el bandido ratón que, si le hubieran entendido su lenguaje, los desafió con desprecio puesto que, ni siquiera se preocupó en huir. Al cabo de un mes había varios pares de zapatos, deduciendo con lógica cotidiana a los que les faltaba un zapato, o si aparecía, estaba virtualmente destrozado por las continuas balaceras contra los roedores.
De los cuadros en las paredes no quedaban sino los puntillones donde estuvieron colgados, por muchos años, antes de la llegada nefasta de los ratones, y varias ollas y utensilios de la cocina debieron ser declarados en desuso por las increíbles troneras recibidas durante las noches de sangrientas batallas con la escopeta de fisto. No quería contar, por solidaridad con esa familia que, una tarde de locha y llovizna como casi siempre, el marido de la señora Anita, el señor Belisario Equino, dio de baja de un solo escopetazo, al gato Julito que estaba durmiendo la siesta detrás de una lámina de icopor, y que era el que a la hora de la verdad controlaba por cosas de la naturaleza, el entuerto de la ratonera.
Esto sirvió para que cambiaran la peligrosa arma por una escopeta neumática de diábolos que les facilitó un militar retirado, padrino de matrimonio, y que, siendo mucho más moderna, a la postre resultó un tanto más, obsoleta. Los ratones escuchaban el ruido del disparo y mientras el proyectil llegaba donde ellos estaban, había transcurrido el tiempo suficiente para evitar el impacto. En términos físicos, era mayor la velocidad del ratón que la de la balita que disparaba la escopeta neumática. Ese operativo fue suspendido dos días después de haberse iniciado, teniendo en cuenta el costo de los balines y sus raquíticos resultados. También el señor Equino fue duramente recriminado por su esposa puesto que, había demostrado pragmáticamente ser inepto hasta para eso. Eso le gritó la señora de Equino en su cara.
Buscando asesoría
Un estudiante de Agronomía de la UPTC, vecino suyo, comunistoide gomelo Marxista-Leninista línea Guavatá, de allá era oriundo, les propuso que fueran donde el viejo Arístides Ariza, antiguo metafísico y curandero de la región, para que a un bajo costo les “secretiara” para siempre la ratonera. Eso es más letal que cualquier veneno, les dijo, pero piénsenlo bien porque eso va en contra de la Dialéctica Materialista. La señora de Equino le puso suma atención dada la alcurnia intelectual del acrisolado muchacho, pero de todas maneras no le paró ni cinco de bolas a sus sugerencias filosóficas. Tampoco le entendió ni pío, de su verborrea izquierdista.
Como la estrategia del garrotazo había sido desechada desde un principio por lo arcaica e ineficaz, y habiéndose probado las anteriormente narradas con los mismos logros desatinados y menesterosos, la señora Anita de Equino se cráneo una que no figuró jamás ni en el manual de guerra del dictador Hitler, porque Hitler mató judíos de una manera industrial pero nunca mató ratones, ni en la cartilla Del buen comportamiento y nobles principios de su secuaz Heinrick Himmler: envenenarlos con sevicia a base de gas propano o gas de cocina. Para el efecto tomó un cilindro de cuarenta libras, se lo llevó a rastras para el sifón principal de las aguas servidas dentro de la casa, le abrió la llave y le vació con instinto asesino toda el agua gasificada que había dentro del cilindro. Meditó unos instantes que fueron siglos de vida para los ratones. Luego hizo lo mismo con otro de veinte libras que tenía en la cocina y alcanzó a sentarse para saborear las deliciosas fresas de la soñada venganza, mientras se tomaba un tinto. Entonces, como de lo más recóndito del firmamento, como una luz sagrada enviada por los Dioses del Olimpo le vino a su cerebro una idea genial: prenderle fuego como a una pira de difunto en Cachemira. No lo pensó dos veces porque su odio de sicópata hacia los ratones no se lo permitió. Tomó la cajita de fósforos de la cocina, encendió una cerilla con el cuidado de un neurocirujano, colocó la llama sobre la boca del sifón como si buscara un átomo de algo, y luego se oyó el rugido ensordecedor de una explosión nuclear, con temblada de tierra y con ida de culo de la pobre vieja.
Consecuencias no calculadas
Segundos después le sobrevino un infarto de miocardio, y moribunda tuvo que ser trasladada, de urgencia, en la tartana de acarreos municipales de don Alcibíades Alcántara que ese día se encontraba en “stand bay”, al Hospital municipal del Manicomio más grande del mundo. A la vez, la gente salía aterrorizada de sus residencias con una pregunta tipografiada en la hoja pastosa de la lengua: qué fue lo que pasó. Pero nadie decía nada precisamente porque nadie sabía, a ciencia cierta, qué era lo que había ocurrido de pura verdad, unos segundos antes. Al ver sacar a la señora Anita de Equino en guando, mucha gente llegó a creer que le habían hecho un atentado dinamitero. Pero ipso facto descartaban la posibilidad puesto que la señora de Equino era una humilde mujer que no se metía ni en política ni en narcotráfico, y si era por algún dinero o por su riqueza, las propiedades de la vieja y de la familia sólo ascendían a un combo de gallinas con sus respectivos huevos, una lora vieja con el pico destartalado de tanto amolarlo con el tubo galvanizado que le servía de patio y de dormitorio, y que jamás aprendió a hablar en Español, aunque dicen que sí dominaba perfectamente el arte de comer pan empapado en chocolate y ofender a los vecinos conservadores gritando periódicamente «bajo logodos eputas», no se sabe quién la enseñó, el perro híbrido de gozque y chandosa que se había salvado milagrosamente de la escopetera batalla contra los roedores, su marido consuetudinario y sus cuatro hijos, y algunas cositas de uso doméstico de la familia. Total, esa no era la explicación.
Los más pegados a la lógica deductiva aducían que, a lo mejor se le había estallado el cilindro del gas de la cocina a la señora de Equino, en el momento en que se disponía a calentar tintos para ella y su marido. En fin, cada uno decía algo o proponía una teoría de acuerdo a sus capacidades intelectuales, a sus conocimientos generales, o a lo florido de su imaginación, sin que nadie botara el tejo dentro del bocín. Pues cualquiera no podía imaginarse que la viejita Anita de Equino, hubiera hecho estallar una poderosa bomba en sus propias manos en un acto lírico de inocencia. Y una bomba terrible puesto que, aparte de hacer quedar pésimo al usuario en caso de un escape, uno cree que hasta las hermanas de la caridad saben que los excrementos humanos en su descomposición producen cantidades considerables de gas metano, propano igual al de las estufas de la cocina, dióxido de carbono e hidrógeno, y además que estos, aparte de hediondos, son supremamente inflamables y altamente explosivos. Y vergonzosos. Es decir, que la señora en mención hizo una sumatoria de ojivas de satánico poder, y fuera de eso tuvo la candorosa osadía de hacerlas detonar. Sin exagerar, fue como si se hubiera caído un pedazo de infierno con demonio y todo en todo el centro del barrio. Los efectos de la onda mecánica de destrucción fueron análogos, guardadas las proporciones, a los del estallido de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki el 6 y el 9 de agosto de 1945, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.
La onda explosiva y la presión de los gases levantaron la tapa de los sifones, de los baños, de las cajas recolectoras de aguas negras de las casas y de las calles, las de los colectores de aguas lluvias, y además todo lo que tuviera que ver con el alcantarillado, y una lluvia espantosa de excrementos, como un diluvio municipal se esparció por todo ese sector de la localidad, como lo harían las cenizas de volcán Arenas once años después, cuando la fatídica desaparición de la población de Armero. Era la primera vez que en una realidad de carnes y de huesos, se había formado un verdadero mierdero sin que existiera la más mínima duda para su interpretación, sino que fue tal como ocurrió. La gente que estaba en el sanitario de su casa o cerca de él, quedó literalmente bañada en excrementos, como un objeto chapado en oro, pero de mierda. Un señor de edad mediana y sombrero corriente que se hallaba sentado en la tasa del baño en el preciso instante de la explosión, no exactamente jugando una partida de ajedrez, fue lanzado por los aires como un muñeco de trapo en un jardín infantil. Según se supo, el tipo no se dolía tanto de las heridas percibidas durante su viaje espacial y su abrupta aterrizada de barriga contra el piso de cemento, sino del susto satánico y de la tragada de caca que se pegó. «No me la comí ni cuando estuve trabajando de obrero raso en unas minas de carbón en Nigeria, y por una tetona negra albina me la pasaba agarrado con el capataz y me hacía una guerra feroz», comentaba el hombre todavía tembloroso del susto. El sombrero quedó convertido totalmente en una arepa de fieltro, pero eso no le molestaba en lo mínimo a la pobre víctima del gasífero atentado según se podía notar, o por lo menos eso cuentan los que estuvieron hablando con él.
Un diluvio apestoso
Lo más curioso era ver, casi la totalidad de los habitantes del barrio, reunidos en la calle principal haciendo los comentarios de rigor, pero tapándose la nariz con el pañuelo o sencillamente apretándosela con los dos dedos principales, índice y pulgar, lanzando escupitajos a cada instante y en todas las direcciones. Una señora anciana lloraba desconsoladamente, al mismo tiempo que profería todo tipo de improperios y maldiciones, «porque le habían cagado la cara al Divino Rostro» que tenía colgado a la entrada de su piecita, y exactamente frente al único sanitario de la vivienda en una casa de inquilinato. Dios me ayude que vaya derecho a los profundos infiernos, rezongaba la señora.
Mientras tanto, allá en el hospital San Bernardo, de El Manicomio más grande del mundo, un médico veleño y de padres bocadilleros, psiquiatra especializado en Estocolmo en, “Los efectos primarios del terrorismo entre idiotas”, y viejo amigo de Efraín González y de El Ganzo Ariza, hacía esfuerzos sobrehumanos luchando a brazo partido para salvarle la vida a la señora Anita de Equino quien, habiendo superado el infarto del corazón, ahora se debatía entre la vida y la muerte por deshidratación y cansancio en su cintura adiposa y en sus glúteos flácidos y achicharrados, puesto que la crisis nerviosa le había desamarrado una diarrea que se volvió histórica, y que, desde ese entonces, nadie ha podido superarla en su magnitud. Tres horas después del incidente, tres pastillas de Pangetán, un antidiarreico infernal del que una pasta es capaz de tapar el Sol, y con esas tres que le dieron a ella taponar las cataratas del Niágara o las de Iguazú, no le habían surtido ningún efecto.
A las siete de la noche de ese mismo día, parecía que hubiera estallado en el barrio una poderosa bomba de mierda, orines y agua de matadero, y por otra parte ya la gente se había enterado de toda la verdad del siniestro.
Doña Anita de Equino, la viejita canosa de la calle de arriba, había volado con gas de cocina una ratonera, que, entre otras cosas, jamás voló, porque unos días después andaba preguntándole a los vecinos, qué sería bueno para acabar definitivamente con esa puta ratonera.
Estación: Antigua estación del ferrocarril, cuando este ya se había convertido en el eje del desarrollo del municipio en la década del 40, dando comienzo a una enorme trasferencia económica y cultural.
Calle principal: Paseo por la carrera novena de la ciudad, zona céntrica, comercial, y de atractiva actividad social.
Parque: Atardecer en el parque Jorge Eliécer Gaitán, centro de la ciudad de Barbosa, con una temperatura primaveral de 18 grados.
Edificio: Majestuosa mole de 14 pisos y subterráneo de parqueaderos de nombre Portal de la Colina, ubicado a la entrada de la bella ‘Puerta de Oro’ de Santander, vía a Bucaramanga.