Petro no disparó, pero cargó el arma
Resumen
El presidente Gustavo Petro, exintegrante del M‑19, sigue una narrativa de odio despersonalizando a sus oponentes para justificar la violencia. Este ciclo de odio tiene raíces profundas en la historia política colombiana y afecta aún a las víctimas actuales.
Generado por Inteliegenica Artifical (OpenAI)
A un guerrillero no se le puede pedir que tenga sentimientos. Porque desde el momento en que dedica su vida a causarle sufrimiento al otro, su sentido de humanidad se pierde en las sombras del odio ideológico, donde matar se vuelve doctrina y el dolor ajeno una estadística para su revolución personal.
Por eso no sorprende que el presidente Gustavo Petro, en lugar de solidarizarse frente al atentado contra Miguel Uribe, optara por referirse a él como “el hijo de una árabe”. Una decisión premeditada para despersonalizarlo, despojarlo de su identidad individual, reducirlo a un símbolo genético que sirve mejor a su narrativa de resentimiento. Porque así funciona el odio: necesita abstraer al enemigo para justificar su exterminio moral o físico.
Petro no ha dejado de enarbolar con orgullo las banderas del M‑19, el grupo armado al que perteneció y que hoy sigue glorificando. Pero el M‑19 no fue un movimiento libertario. Fue una maquinaria de violencia urbana que secuestró, asesinó, sembró miedo, y operó bajo la lógica de que el otro no tiene rostro, ni historia, ni derechos: solo tiene culpa. Esa lógica no ha cambiado. Solo se ha mudado del monte al Palacio de Nariño. El M‑19 nació, creció y se alimentó de una narrativa de ajuste de cuentas contra el Estado, contra la élite económica, contra las Fuerzas Armadas. “Nos traicionaron, ahora respondemos”, decían. Así justificaban tomas violentas, robos, muertes.
Y esa misma mentalidad sigue viva en quienes hoy gobiernan con nostalgia armada. Un guerrillero que no resuelve su rencor se convierte en un gobernante peligroso, porque lleva al Estado la lógica del enemigo, y desde el poder, termina legitimando la violencia que alguna vez juró abandonar. Y es esa lógica la que permite que hoy el Estado proteja al sicario y a su familia, pero no al entorno de Miguel, ya que, para este gobierno, la víctima es menos importante que el relato.
Lo que muchos han olvidado es que esta historia empezó mucho antes del disparo en Fontibón. En 1978, Julio César Turbay, abuelo del precandidato, implementó el Estatuto de Seguridad, un mecanismo que otorgó a las fuerzas armadas poderes excepcionales para reprimir toda disidencia, donde hubo excesos y detenciones arbitrarias. Pero lo que vino después no fue justicia, sino revancha. El M‑19 respondió con la toma de la embajada dominicana, el robo del Cantón Norte, el asalto al Palacio de Justicia, dejando como saldos muertos, desaparecidos, y una institucionalidad fracturada. Entre las víctimas de esa espiral de odios estuvo Diana Turbay, madre de Miguel, secuestrada y asesinada durante un fallido operativo de rescate.
Y ahora, décadas después, el hijo sangra por las mismas heridas que el país nunca se atrevió a cerrar. Este atentado es la consecuencia de años de polarización, de radicalismo discursivo y de odio sembrado desde el poder. Aquí no actúa solo el narco; actúa una narrativa vengativa que se alimenta del desprecio al otro, del resentimiento y del uso político del pasado.
Ese odio no se hereda: se cultiva. Y quien lo ha cultivado desde el atril, el Twitter presidencial y el altar ideológico del poder, tiene nombre propio: Gustavo Petro.